Comunicar la moda: en defensa del cuerpo y la palabra
Cómo cubrir un evento de moda en la era de las imágenes.
“Il faut éviter de penser à ces difficultés que présente le monde. Sans ça, il deviendrait tout à fait irrespirable.”
― Marguerite Duras, Hiroshima mon amour
Una vez, hace unos años, me pregunté —con timidez en un artículo en un medio masivo de comunicación— cuál es el futuro de la cobertura escrita y de los eventos físicos de moda en una existencia digital. Ciertamente no encontré una respuesta y tampoco la buscaba: no fue más que uno de los tantos caminos que se bifurcan y se truncan con el objetivo de que alguien —que no soy yo— los despeje.
En el contexto —un mundo pospandémico— en el que se —yo— planteaba este interrogante, aparecían las nociones de metaverso y los NFTs y las criptomonedas y la amenaza de la automatización mientras la presencialidad, la recuperación del espacio público y el predominio de la lectoescritura se convertían en dinámicas imposibles e inaprensibles. Y era tan obvio.
La generación de encuentros en la realidad urbana, al igual que la palabra, que veo como la mejor herramienta posible para hablar de aquella brecha que existe entre la imagen y el objeto retratado, siempre fue parte de mis obsesiones extraordinarias. Gran parte de mi ausencia —que en realidad tuvo que ver con la finalización de la tesis de mi Master— estuvo signada por el viraje total de mis prioridades hacia estas creencias: vernos cara a cara, resignificar la calle y acentuar el poder de las historias para hablar de moda.
O sea, digamos. No es lo mismo publicar en Instagram una foto de la cena por el 90 aniversario de Lacoste en Mostrador Santa Teresita en Olivos, justo al norte de la Ciudad de Buenos Aires, en la que se ve un lugar con mi nombre que, por ejemplo, contar que me sentaron junto a Carla Bugarin, publicista, estilista y dueña de CABU, y Ana Torrejón, Directora Editorial de L’Officiel Argentina, y hablamos de los grandes temas del momento: la comunicación digital, la escritura y nuestra falta de interés por el acto de cocinar. O que frente a nosotras, junto al mostrador del Mostrador, Damián Betular, Álvaro Romero, Javier Rodríguez y Germán Torres, miembros del cuarteto de chefs encargado del menú, hablaban, supongo —espero—, de otra cosa.
Tampoco da igual si les cuento que, como se ve en las imágenes que compartí, había dos grandes mesas con plantas y platos y sillas y copas y patas, cucharas, cuchillos, tenedores y personas y en el fondo del salón: ropa. Esto es así debido a que una foto podría evidenciar que había, en esa habitación, una polo y sweaters con cocodrilos en el pecho, un conjunto deportivo de buzo y pantalón en blanco y verde (con cocodrilos), un par de faldas plisadas (obviamente con cocodrilos), zapatillas (con cocodrilos) pero no revelaría mi pensamiento recurrente esa noche: la necesidad de saber cuál es la diferencia entre un cocodrilo y un yacaré. Lo único que tengo en claro es que del segundo se hacen empanadas. Nunca las probé.
Puedo mostrar imágenes de las prendas y accesorios que vi en la presentación de MICA, el Mercado de Industrias Culturales Argentinas, en Anis Tienda de Autores, pero eso no es tan importante como el hecho de que estuve una hora junto a Emilia Velasco y Mauro Pesoa, una chaqueña y un formoseño, charlando sobre la federalización de la moda; o que en el centro del gran galpón que hace a este negocio —un híbrido entre café, concept store y centro cultural— había un grupo de personas contribuyendo al manto federal, un textil de 15 metros que es bordado de manera comunitaria en todas las ediciones del evento; o que conocí a miembros de la agrupación de Zapateras Argentinas, un grupo destinado a crear una cultura colaborativa en el rubro, y que son muchas y están muy organizadas.
Y si bien es lujoso, decadente, envidiable mostrar que fui, invitada por la marca, al café Miss Dior en el Palacio Duhau a tomar el té y que Paula Maroni, Chef Pâtissier del hotel, me enseñó a hacer macarons, el detalle que todavía permanece en mí es la revelación de que cada uno de los moños de tela que lleva la fragancia que celebramos esa tarde fue hecho a mano bajo la filosofía de couture de Christian Dior y que su perfume proviene de flores naturales que se obtienen a través de la colecta manual. Una mesa, tacto y una historia: la respuesta a lo que estoy —estamos— buscando se encuentra detrás de algo que es, al fin y al cabo, simple.
En 1984, con la democracia argentina recién salida del horno, nace La Negra (posteriormente La Organización Negra), un grupo de experimentación teatral creado por estudiantes del Conservatorio Nacional de Arte Dramático (ENAD). Rompiendo con la retirada de la vía pública, uno de los grandes subproductos de la Dictadura, sus acciones ocurrían en la calle y tenían el objetivo de "hacer un teatro para astillar lo cotidiano”. (Además, en una nota no relacionada, tardé años en descubrir que uno de sus fundadores, Pichón Baldinu, es el padre de una de mis mejores amigas de la adolescencia.)
Se colgaron del obelisco, simularon fusilamientos en una avenida y crearon un espectáculo sensorial en Cemento, la mítica discoteca del barrio de Constitución, redefiniendo non solum el lenguaje del teatro sed etiam el sentido de lo público. Hicieron algo, salvando las distancias con lo grotesco de su contexto, que nos corresponde hacer a nosotros: recuperar las calles, las veredas, las plazas y los espacios de esparcimiento comunitario.
Lo público se confunde con lo publicado y el encuentro con la interacción online: ¿cómo es posible que constantemente divulguemos nuestra vida en línea, que cada vez nos conozcamos más el uno al otro, pero estemos cada vez más solos que antes? En la moda, el área que me compete, nos la pasamos vistiéndonos para ir a ninguna parte, o yendo a lugares a los que no puede ir nadie, o asistiendo a eventos sin dejar relucir que el objetivo es, al fin y al cabo, encontrarnos. Todo es bello, ficticio, inaccesible e individual.
Es ahí donde entra en juego la palabra, como salvadora de esta falta de contexto, como testigo del encuentro, del teatro sensorial. Hablar seriamente de la moda y su comunicación en la era de la hiperdigitalización es hablar de lo que la cámara no puede captar: sensaciones, enteras conversaciones, conexiones humanas, la creación de, por un instante, un tercer espacio en una ciudad que no nos deja de alienar.
La moda no necesita más fotos brillos influencers famosos, necesita más historias, más risas, más espacios para ir a encontrarla (y no en el infinitamente aburrido espacio de un local), más vínculos, más arraigo, más humanidad. A esa conclusión, si puede llamársela así, llegué en este mes de ausencia. Tal vez perdí el tiempo, tal vez no. Da igual.
Como siempre, gracias por leerme y/o constantemente reclamar material nuevo. Ya lo mencioné antes pero pasé el último mes finalizando mi tesis y eso desembocó en una ausencia un tanto prolongada. En este tiempo, además de pensar —demasiado— en la temática de la entrega de hoy, descubrí la necesidad de escribir fuera de los formatos establecidos. Es decir, Moda & Champagne saldrá, de ahora en más y con su permiso, los viernes y algún que otro día de la semana en que tenga algo para decir.
Sin más preámbulos, estoy siempre en Instagram, Twitter y en pola@revistapola.com para sus consultas, comentarios y potenciales insultos. Les deseo un excelente fin de semana y nos vemos… mañana.
¡Salud!