Treinta y seis kilómetros, ida y vuelta.
Para ir a casa de mis padres, unas dos, tres veces por semana, debo manejar un total de doscientos kilómetros en los que consumo 25 litros de nafta premium, dos litros de Coca-Cola Zero, seis horas de mi vida.
Los transito escuchando entrevistas —las de La Caja Negra, entre mis favoritas—, podcasts informativos en algún idioma extranjero—de Le Monde diplomatique, Il Sole 24 Ore y Corriere della Sera— o canciones de rock argentino, siempre las mismas y en el mismo orden. Recorro el camino sin pensar: podría hacerlo por memoria muscular si por la calle, la autopista no pasaran otros autos, otras personas, otros tiempos. Incluso a veces lo hago en mi cabeza, solo por diversión.
Mi mamá dice que vuelvo a casa como un perro callejero: con sueño, con hambre, con los nervios y el cutis a la miseria. Cada tanto, cuando paso varios días sin aparecer por allí, me manda un mensaje con la sugerencia de ir, volver para poder dormir y comer bien. Ella sabe que mis peores vicios, mis manías y obsesiones, afloran al encontrarme en el departamento en el que vivo sola con mi ropa y con mis libros.
Por eso hoy quiero volver.
No es fácil —y no me refiero a tortuoso ni victimizante, no me malinterpreten— tratar de comunicar algo tan celebratorio como una nueva colección, un cosmético innovador, el lanzamiento de una fragancia mientras, a tu alrededor, las noticias argentinas anuncian un 57,4% de pobreza para enero de 2024 y la desfinanciación de la cultura y la educación. Las críticas a las personas que cuentan con algún tipo de alcance mediático o viral y denotan un serio analfabetismo político proliferan en todas las redes. Por eso me pregunto, ¿hasta dónde puedo llegar sin alienar a mi audiencia? ¿hice, hago lo suficiente? ¿qué hago?
Por lo pronto, la fidelidad es la única respuesta. A lo que siento, lo que pienso, lo que me emociona y lo que me indigna: volver a mí misma, volver al hogar. Escribo esto en camisón en casa de mis padres, donde cada mañana mi papá me ofrece jugo de naranja, pan con manteca y un café.
Un trench, un blazer, unas maxi gafas, una tote bag, prendas de punto, sombreritos de papel, la bolsa de las compras, el cielo: el debut del argentino Adrian Appiolaza como director creativo de Moschino trajo a la mesa una sucesión de estilismos que mezclan el humor, la fantasía y la naturalidad propia del vestir. Una gestualidad sutil, confundida con aburrimiento y normalidad, que me remitió a aquellos días en los que me arreglo apurada pero con mis mejores prendas para retirar un paquete o hacer las compras, con la certeza de que pronto volveré. Se trata de un armado doméstico, analógico, una aproximación al uso verdadero de la ropa que me transmitió cariño, un nuevo mirar.
De hecho, fue ayer viernes que me vestí como en la primera imagen para buscar algunos de los regalos que, protocolarmente, llegaron a mi puerta remitidos a mi yo influencer: una tote bag de Kosiuko con una fragancia y un vestido, libros de editorial Godot, un revividor de máscara de pestañas de MAC. Life of Pola, what can I say?
Volver al hogar también es, para mí, poder mirar desfiles sin la creencia de que, a la luz de los hechos, hay algo mucho más importante que atender. Como el cine, la pintura, la música, el diseño industrial, la arquitectura, la moda es un escape, una fuente de ingresos, un entretenimiento, un medio de propaganda política, un campo de batalla. Un pequeño adorno, unos labios rojos, un zapato de tacón, una prenda algo particular, un detalle brillante, todo tiene el poder de mejorar el humor, de elevar el espíritu, de atraer la fortuna.
La fotografía de Cecil Beaton de 1941 que muestra una Londres bombardeada por el ejército nazi siempre será un testimonio de la résistance de la moda: no hay acto político más poderoso que no perder el entusiasmo, la dignidad y la conexión a la vida. A veces, esto se materializa en calzar nuestros mejores zapatos y bañarnos en perfume, en escuchar canciones y leer poesía, en tomar un vermouth y sentir alegría. Eso es un acto político: estoy segura de que frente a la miseria, la falta de cultura y de belleza solo genera más miseria.
En un tinte militar —lectura y temática peligrosas para nuestro presente—, quedé obnubilada por los sombreros de plumas de Prada FW24. Retomando elementos de los uniformes, con guiños al estilo oficinista y un modo muy particular de llevar bolsos —una suerte de cinturón para el antebrazo—, Miuccia Prada y Raf Simons hicieron lo que mejor les sale: prendas poderosas que dan libertad de movimiento sin abandonar la performance de lo femenino, caballos de Troya para mujeres modernas.
Entre ambas colecciones se ubica lo que siento hoy. Un algo que va del zapato alto a la bolsa del supermercado, de la falda a la gorra de policía, del encuentro de la suavidad y la dureza.
Todavía no tiene nombre, tampoco quiero buscarlo. Sé que volver a casa, para mí, tiene que ver con lograr unir esos mundos, con encontrar el punto intermedio entre lo externo y lo íntimo.
Me pregunto nuevamente hasta dónde puedo llegar sin alienar a mi audiencia, cuánto puedo alejarme de la ropa sin perderme en el camino, pero esta vez entiendo que no hay nada que me impida llevar una armadura de lentejuelas, una baguette y un stiletto, construir un gorro de papel con las noticias y llevarlo con una sonrisa.
Todo lo que necesito es moda, champagne y…
Esta prenda👕: una gabardina de Lacoste.
Este libro📚: El poder de las palabras de Simone Weil por Ediciones Godot.
Este objetos 🎡: el bolso origami de Furzai para un estilismo muy Moschino.
Este contenido📱: mi entrevista a La Chola Poblete para L’Officiel Argentina.
Esta película🎥: Drive My Car de Ryusuke Hamaguchi por su alusión a la obra Esperando a Godot de Samuel Beckett, una exposición fantástica del teatro del absurdo y de mi concepción de la existencia.
@florenciaamorel te vinieron a buscar tus papás para entregarte un kit Filgo de regalo por favor anunciate en mis mensajes privados de Instagram, gracias.
Gracias por leerme. Estoy siempre en Instagram, Twitter, en pola@revistapola.com y en Letterboxd.