Para hacer bien el amor hay que viajar al norte
Un libro de Mariana Enriquez, el desfile Gusmán y los miedos de mi infancia: todos los caminos conducen a Formosa.
Cuando era chica, habré tenido nueve o diez años, pensaba todo el tiempo en cosas horribles. No lo hacía por placer —no me atraía lo oscuro— ni por locura —no veía demonios ni escuchaba voces que me obligaran a lastimarme o lastimar—: tan solo tenía constantemente en mi cabeza la idea de que iba a morir.
Debido a eso, y debo mencionar que esta forma de escribir se mantuvo hasta aproximadamente los dieciocho años, la escritura no tenía más que un rol utilitario en mi vida, como un exorcismo, como el único modo de callar la sensación constante de que algo malo —trágico, fulminante— podía suceder.
Pasé los veranos de mi infancia entre Paraná, Entre Ríos, parte de la húmeda mesopotamia argentina, con mis abuelos maternos, El Bolo y La Lala, que habían bajado del norte cuando mi mamá tenía dieciséis años, y Formosa, la capital de la provincia homónima que está al limite con Paraguay, donde vivía —y todavía vive— el resto de la familia. Allí, donde las tres actividades posibles eran tener calor, tomar tereré y visitar el Mercadito Paraguayo, estaban mis abuelos paternos, La Coca y El Pelado; tres de mis tías, hermanas de mi padre, y sus muchos hijos, mis primos; y las únicas dos muertas de esta historia: La Mama Nena, madre de la Lala y famosa por su coquetería, y su otra hija, La Tía Arminda.
Los recuerdos de mi tiempo en el interior, como quien dice, y los terrores de la niñez aparecieron de golpe en mi memoria con la lectura de Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez. La quietud, las temperaturas insoportables de Formosa y la humedad litoraleña, el chamamé, la sopa paraguaya, la cerveza helada, el realismo mágico letárgico del que habla mi viejo —Formosa es, para él, una especie de Macondo—, y, sobre todo, la sensación de que el peligro es inminente, inevitable, que acecha en el monte, en el río y, sobre todo, en la hora de la siesta, mientras los adultos duermen y los niños juegan, tocan mi puerta hace días. No me dan tregua.
En Tela de Araña, un cuento de aquel libro que ocurre entre Asunción, Clorinda y Corrientes, Natalia, prima de la protagonista, “era famosa por su exquisito gusto para elegir los ñandutíes más finos, esos encajes tradicionales de Paraguay que las mujeres tejen en bastidores, telarañas de hilo delicadas y coloridas”. Mi prima mayor, aquella a la que dicen que más me parezco, se llama Natalia.
El miércoles 19 de abril fui a cubrir la presentación de la colección otoño-invierno 2023 de Gusmán en Casa Paradiso, el Eataly porteño de Donato De Santis que está en el Paseo Alcorta. Además de lo ocurrente del evento en sí, que fue una mezcla de perfomance, aperitivo y desfile, la colección se encargó de mostrar la posibilidad de los básicos (qué es un básico es un debate para otra ocasión) en su multiplicidad de usos y de destacar el poder del estilismo: una camisa es una camisa hasta que es una falda. La moda es una de las pocas industrias que, a veces, es verdaderamente mágica.
Si bien, como consumidora, creo que las camisas de Gusmán (como esta) están entre las mejores del mercado y aunque también me gustaría ser dueña de estas botas tejidas, hubo una cartera que me obsesionó al punto de escribirle al equipo de la marca, casi a medianoche, para saber si estaba disponible, si lo estaría algún día, si la podía tener. Al día siguiente, cuando fui a entregarles la ropa que había usado para el evento, me estaban esperando con una empaquetada.
Descubrí, minutos antes de recibirla, que la cartera, al igual que mis padres, La Lala, La Tía Arminda, La Mama Nena, mis tías y mis primos, entre los que se encuentra mi prima Natalia, era formoseña. “Bowling de paño de lana 100% teñida con colorantes naturales, confeccionados en colaboración con Matriarca, red de artesanas de los pueblos originarios de Formosa. Combinada con cuero vacuno, forrada en algodón en su interior”, dice la descripción del producto en la web. Tocan mi puerta hace días. No me dan tregua.
Siempre quise encontrar los orígenes de mi sensibilidad estética, poder disecarla al punto de delimitar, en el espacio-tiempo, el origen de mis pasiones, la esencia de mis gustos. Hace años, desde el momento en el que empecé a ver la moda como un objeto de estudio y de trabajo, que educo consistentemente mi mirada: encuentro patrones y busco aislar gestos, líneas y pequeños detalles que develan el espíritu inmaterial, filosófico, que rodea a una prenda.
Tengo explicaciones analíticas para el deseo, para la obsesión con esa cartera, pero, como dice mi viejo, Formosa es Macondo y por eso elijo atribuirlo a la magia. Tal vez su aparición sea una invitación, tal vez una amenaza, tal vez la próxima vez que vaya termine como el marido de la prima de Natalia, ese porteño insoportable del cuento… o tal vez tengo que seguir escribiendo para dejar de pensar en historias de fantasmas.
Todo lo que necesito es moda, champagne y…
Esta prenda👕: esta camisa de Ay Not Dead con mucha energía grunge y esta otra de Gusmán con mucha energía The Row. Una de cal y una de arena.
Este libro📚: Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez.
Este objetos 🎡: la bowling de Gusmán realizada en colaboración con Matriarca que fue el punto de partida de esta newsletter.
Este contenido📱: un pequeño clip sobre el ñandutí paraguayo.
Esta película🎥: La ciénaga de Lucrecia Martel o bien una masterclass sobre el silencio del interior, como quien dice.
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