Uno.
Prótesis óseas y dentales, parabrisas, lentes de contacto, acuarios y los faros traseros de los automóviles: todo puede hacerse con polimetilmetacrilato. Ese material, un plástico que nació como una especie sustituto del vidrio en 1902, fue lo que Aníbal Lotocki inyectó en el cuerpo —las nalgas— de Silvina Luna para matarla.
Cuatro días antes de la muerte de Silvina, el 27 de agosto de 2023, Luciana Milessi, una influencer chaqueña, mostró la parálisis facial que le provocó una liposucción de papada en un video que vieron más de dos millones de personas. Un mes atrás, Kylie Jenner sostuvo estar arrepentida de haberse sometido a una operación a los 19 años y dice que no querría lo mismo para su hija Stormi. A principios de año, en Francia, se empezó a promover una ley que prohibiría que los influencers promocionaran cirugías estéticas. ¿Son fenómenos aislados?
Si bien no hay frase más pretenciosa para iniciar un párrafo que “según Foucault”: según Foucault, los dispositivos, discursos y relaciones de poder inciden directamente en el cuerpo. Es decir, para echar luz sobre los imperativos, demandas e imposiciones sobre la belleza, constituidos en verdades casi indiscutibles, es necesario comprender cómo funciona el poder.
El término “violencia estética”, que refiere a la imposición de un estándar de belleza arbitrario sobre el cuerpo, hace eco de esta dinámica: ¿qué es la violencia sino un uso de poder sobre terceros que tiene como resultado un mal o la posibilidad de él? El fallecimiento de Silvina, la reflexión de Milessi, el arrepentimiento de Kylie, la decisión del gobierno francés, ¿son tan solo casos aislados? ¿responden, únicamente, a una motivación individual o circunstancial? ¿cuántos grados de libertad hay frente a ese mandato? Si hay leyes que existen para proteger a los más débiles, ¿quiénes son los más débiles?
El cuerpo, de las mujeres en particular, siempre ha sido un campo de batalla. Silvina Luna es una víctima más de la tiranía de un imperativo estético arbitrario, contradictorio, y violento del que le fue imposible, como a muchas otras, escapar. La elección es un lujo y, en el caso de algunas personas trans, no existe tal elección: las prácticas insalubres, dudosas o directamente mortales son el único modo posible de permitirse existir en el mundo. El cuerpo, nuestro cuerpo, el cuerpo de mujer, el cuerpo trans, es un campo de batalla: no podemos permitir que lo conviertan en un basurero.

Dos.
Viajé a Puerto Madryn por primera vez hace un par de semanas y, estando allí, pensé en la indulgencia. Traje esa palabra a mi boca, mi cabeza, en un breve intercambio online sobre Annie Ernaux, la francesa ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2022 y la única persona capaz de provocarme un estallido de violencia supersónica que me lleva a decir cosas como “a veces me dan ganas de cagarla a trompadas” (sic) y a cerrar sus libros con un aire de profunda indignación.
El carácter intimista, psicoterapéutico, completamente subjetivo que Annie muestra en sus ejercicios de memoria y escritura me enerva terriblemente. Tengo claro que esto se debe a que tengo un problema con la indulgencia y por eso trato de evitar a toda costa cualquier pensamiento que requiera que me comporte de esa manera, en especial en relación a mí misma.
La indulgencia tiene connotaciones y un campo semántico en extremo religiosos, pero me interesa más su uso en otros ámbitos. Por ejemplo, en el mundo culinario se dice que un alimento es indulgente cuando es irresistible, untuoso, tal vez culposo, pecaminosamente delicioso y naturalmente lujoso: el chocolate, el caviar, el whisky caro, un corte de Kobe, una mousse, un licor añejo.
También se emplea el término indulgente para hablar de un modo de consumir que cobra forma en el concepto del auto-regalo, del mimo, del premio. He tenido períodos de gran indulgencia y períodos de un enorme ascetismo en relación a la ropa —ahora, como les mencioné en otra entrega, compro conscientemente y solo prendas usadas pero no siempre fui así—, y eso me permitió notar algo esencial en mi vínculo con la moda: no encuentro paz en el consumo, sino en la posibilidad del consumo, en la latencia de la novedad.
Por ese motivo, y lo digo con suma vergüenza, al estar en Puerto Madryn rodeada de todo y de nada, sumida en la más plena horizontalidad, con los oídos llenos por el viento y la mirada perdida en el mar: me desesperé. Acostumbrada a las gratificaciones constantes de la industria, a las fiestas, los eventos, a mis idas frecuentes al teatro, al cine, a desfiles, a mi infinidad de libros, a los regalos —de ropa, de cosméticos, de bebidas, ¡hasta de marcadores!—, a los descubrimientos de marcas, objetos, noticias, pude ver cómo se atrofió mi capacidad de ser, de estar, sin consumir.
A raíz de esto recurro otra vez —enojada probablemente por la envidia— a Annie Ernaux: para que la indulgencia deje de tener un precio y se convierta en un perdón.
Tres.
Todavía es muy temprano para sacar conclusiones de BAFWEEK y tampoco quiero convertir esto en una reseña muy extensa, pero tengo para algo para decir. Primero, para poder decir lo que quiero decir, quiero decir algo más. Y eso que quiero decir es que la moda, además de ocuparse de perpetuar a través de sus imágenes los cánones de belleza, es especialmente talentosa para perpetuar muchos otros tipos de violencia simbólica.
Habiendo dicho eso —lo que quiero decir— procedo a decir la otra cosa que quiero decir. Y esa cosa está vinculada al desfile de apertura de la temporada organizado por Rapsodia. La marca, cuya estética es muy sólida y propia, presentó su colección primavera-verano 2024 en un salón de La Rural que fue ambientado, música folklórica incluida, como Marrakech.
No hubo más sorpresa que eso. Es decir, Rapsodia hizo lo que sabe hacer: prendas de estilo folk, brillos, bordados, transparencias, estampas de inspiración oriental, maxi vestidos a lo José Ignacio. Sin embargo, algo —la cosa— salió mal. Y es algo que siempre sale mal.
Existe una suerte de violencia —o tal vez la estoy imaginando— en tomar una geografía, recuperar y descontextualizar su cultura, convertirla en producto y situarla al otro lado del mundo en un evento cargado de exotismo y, por no encontrar una palabra mejor, superficialidad. Con esto —la cosa—, no quiero decir que la inspiración no sea genuina, que no exista respeto, que no sean prendas usables, solo quiero decir que, en caso de que sea así, mucho no se nota. A esta altura, lo único que espero es que ningún marroquí vea el desfile y busque hacer lo inverso. Ahí sí que se despertaría la violencia, de otro tipo enteramente.
Gracias por leerme. Estoy siempre en Instagram, Twitter y en pola@revistapola.com para sus consultas, comentarios y potenciales insultos. Les deseo un excelente fin de semana.
Me gustó mucho esta entrega. Me resonó lo de la indulgencia y tu viaje a Puerto Madryn. Yo vivo en la cordillera entonces esto que describis de la quietud del lugar me hace sentido, y a veces esta vida tranqui me hizo enojar porque quería la contraparte del ritmo citadino y sus luces.