Una aproximación a la idea de lo fashion
Reflexión apretada, apresurada e indulgente sobre un concepto de belleza
Publica mi amiga S., tucumana fantástica, poeta, novelista, investigadora CONICET, en X: “La cantidad de cosas que hago y encima con la constante preocupación de ser fea”. “Por favor me pasa lo mismo. Desesperante. A veces quiero ser una IA.”, le contesto. Likea mi respuesta T., una intelectual superstar: más que el amor, a las mujeres nos une el espanto.
Permítanme ser burda, no encuentro elegancia para decir lo siguiente: ¿no les parece estúpida esta preocupación entre mujeres —me incluyo— dícese inteligentes? ¿entre personas formadas, cultas, intelectuales? ¿no deberíamos pensar en cosas más importantes? Mientras escribo esto, tengo el cuerpo untado de crema y la cara llena de moretones: me sometí a dos horas de tratamiento estético con un láser CO2 que me microlesionó cientos de veces el cutis con el objetivo de mejorarlo. “Tal vez sientas olor a quemado”, me dijeron apenas comenzaron a calcinarme la piel. ¿Es eso algo que haría una mujer inteligente?
Yo, que soy la menos intelectual en la nómina de intelectuales y la menos frívola de las frívolas, me preocupo constantemente por estupideces, especialmente por esas estupideces que me preocupan por ser mujer y por el vicio de lo prometeico. Habito todo tipo de contradicciones —que, dicho sea de paso, no me resultan personalmente contradictorias—. Las personas que hablan de mi “marca personal” —¡patético!— dicen que debería ser más o menos seria, más o menos sexy, más o menos divertida, más o menos solemne, más o menos, más y menos, más, más, más, menos, menos, menos.
Eso, y no mucho más, define mi experiencia como mujer en el mundo. A., mi mentora periodística y una de las personas más bravas que conozco, me escribió hace no mucho en un mensaje: “A las mujeres nos están pisando la cabeza que tanto nos costó levantar. Que si los labios, que si el pelo, que si los pechos, ¡basta!”. Mientras nos distraemos —distraen— con la preocupación impuesta de ser lindas, deseables, ¡un premio!, los tipos inician guerras, hablan de cosas importantes, se llenan de plata y se coronan con laureles. El malestar en la cultura en mi experiencia como mujer en el mundo es eso, y no mucho más.
En “La belleza de la mujer: injuria o fuente de poder”, un ensayo de 1975 publicado en Vogue, Susan Sontag habla de la belleza como poder, de este poder como el único que se alienta a las mujeres a buscar y del ideal de belleza como una forma de opresión. Dice: “Arreglarse, para una mujer, nunca puede ser solo un placer. También es un deber. Es su trabajo. Si una mujer realiza un trabajo verdadero —incluso si ha logrado alcanzar una posición de liderazgo en la política, el derecho, la medicina, los negocios o lo que sea— siempre está bajo presión para admitir que todavía se esfuerza por ser atractiva”.
De a ratos pienso que no soy lo suficientemente moderna por creer que, como mujer, mi preocupación por la belleza es inexorable. También pienso en lo que hago con todo lo que me indigna de este entramado cultural y de poder perverso, triste. Nada. Me preocupo y mucho por el pelo, por los pechos, por el cuerpo, me maquillo sin asco: me pienso desmembrada, como explica Susan Sontag que se evalúa la belleza de la mujer, y desmembrada me quedo. Es fácil pisarme la cabeza si no la tengo siquiera sujeta al cuerpo, ¿no?
Dice Beatriz Sarlo en No entender, sus memorias, lo siguiente: “Cuando comprobé que Sartre era bastante feo, y no pude decidir si Simone de Beauvoir lo era, me tranquilicé sobre el aspecto de los intelectuales, que al parecer no planteaba problemas”. En relación a esto, no solo no estoy tranquila sino que, dentro de mi ejercicio de la intelectualidad, pienso que se trata de una dicotomía predecible y vulgar. Valerie Steele, historiadora, docente universitaria y directora del Museo del Fashion Institute of Technology, dedica el primer artículo de Fashion Theory: Hacia una historia cultural de la moda al estilo de los académicos. Escribe: “En los círculos académicos —dicen muchos profesores—, la ropa se percibe como ‘material’ (no intelectual) y, por lo tanto, ‘indigna de consideración’. Hay una separación tajante entre ‘la actividad de la mente y la del cuerpo’, como resultado de la cual (ironiza una de mis fuentes profesorales) los académicos suelen tener ‘cuerpos feos, y ninguno se viste bien’”.
La ruptura de la concepción clásica, platónica de una belleza tanto ética como estética ocurre bajo la influencia filosófica del cristianismo medieval. Hay mucho escrito sobre el tema —recomiendo particularmente los aportes de Umberto Eco en Historia de la belleza y en Arte y belleza en la estética medieval— por lo que no quiero detenerme allí. En cambio, prefiero brindar una apreciación sensible y anecdótica de la belleza que, a su vez, juega tangencialmente con el paganismo y la virtud sin caer en lo enciclopédico. O al menos eso intentaré.
Visité Napoli por primera vez junto a F., mi ex novio italiano, algunos años atrás. En ese entonces vivíamos en Milano en un departamento helado y hacía casi dos meses que no salía el sol —hay un por qué detrás del predominio del gris en las colecciones de Armani y tiene todo que ver con esa ciudad—. Bajamos en un intento desesperado por no enloquecernos el uno al otro; los dos, en definitiva, veníamos del sur: él de Italia, yo del mundo.
Apenas llegamos, tras casi cinco horas de tren, F. me dijo que me cambie, que había reservado en un bel posticino para la cena —resultó ser un restaurante stellato que cuelga sobre el Golfo en Posillipo— y que antes hagamos una passeggiata. Salimos de Via Partenope, pasando por Piazza dei Martiri donde recuerdo que se encuentra la boutique de Ferragamo, tomamos Via Chiaia, cruzamos la Piazza del Plebiscito y luego subimos, con una pausa caffè de por medio, a Spaccanapoli. En menos de media hora, aparecimos en un vicolo —un callejón— de vendedores de trippa: entre gritos y motos y estómagos de vaca traté de entender en qué momento pasamos de la costanera y de Ferragamo a un paroxismo sensorial, una violencia que no tenía, no tengo palabras para describir. Allí fue donde encontré una, mi idea absoluta de la belleza.
No fue hasta que vi “Parthenope: Los amores de Nápoles” de Paolo Sorrentino que me topé, otra vez, con la misma experiencia sensible, aquella transición perfecta entre la belleza europea y el hedor que, considerando la naturaleza de mi mirada, identifico con la idea de América de Rodolfo Kusch —tengo claro, aclaro, que es un nexo indulgente y artificial: “Un momento de distracción puede significar que nos quedemos con la nada y se nos escape el todo”, dice Norberto Maicas en el prólogo de la América Profunda—.
El sincretismo entre lo pagano y lo cristiano, la mugre y el canon, lo decadentemente bello y lo virtuoso es lo que mueve mi aguja. Mi idea de lo bello existe, entonces, en un indecible cuarto lugar —he aquí la intangibilidad, lo elusivo del concepto de lo fashion— que entrevera la suciedad de América, la mirada agustiniana y el ideal platónico. Debido a esta indefinición, a la incapacidad de modelizar —y de vender— el vínculo con una belleza que no tiene marco, no tengo, por el momento, paz.
Y así vuelvo al inicio.
Hace un tiempo me llevaron a la Feria del Libro de Rosario para un panel sobre comunicación de moda. Siempre que hablo sobre moda, traigo a la mesa su rol como productora de una noción histórica, política de la belleza femenina. La moda como fenómeno cultural es, en definitiva, culpable de las ansiedades, del estado de alerta en el que estamos las mujeres inteligentes en relación a no ser feas. Toda la larga cadena de la belleza desemboca en las imágenes de la moda que están, a su vez, íntimamente ligadas a la celebridad: puro goteo.
Lejos de la tranquilidad esquiva de la que gozan algunas intelectuales y de la neurosis con la que convivimos otras tantas, pienso que es crucial, y aquí retomo la idea fundamental que plantée aquella tarde en Rosario, pensar en la moda, y por lo tanto en la preocupación por una belleza de cuarta posición, como un caballo de troya, como una trampa, como una síntesis superadora de forma y contenido que opera desde el centro y desde el margen a la vez y que es, a mi entender, la mejor salida posible a algunas de las las preocupaciones estúpidas que me, nos plantea la experiencia de ser mujeres en este mundo.
Moda, champagne y…
Esta muestra: Un día en la vida de Valentina Quintero en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.
Este libro: América Profunda (1999) de Rodolfo Kusch.
Este objeto: Un equequito yapu de Kunza, una marca jujeña de objetos.
Esta película: “Parthenope: Los amores de Nápoles” de Paolo Sorrentino (2024).
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