Hice algo que no debería haber hecho.
El sábado 25 de noviembre fui invitada al lanzamiento de Why Not, la fragancia de Ricky Sarkany, en Pacha Buenos Aires Festival. Si algún lector me conoce hace al menos diez años —cosa que dudo seriamente ya que mis vínculos no se toman el trabajo de leerme—, podrá recordar que llegué, hacia el final de su era, entre 2014 y ¿2016?, a ser parte del elenco estable del club original.
Además, que todavía quede registro de un accidente que sufrí a los 15 años cuando en Ku, en Pinamar, quedé justo debajo del desprendimiento de un pedazo de techo, evidencia no solo la irresponsabilidad de algunos de los actores de la noche —que signó el declive de boliches como Pacha— sino que tengo muchas anécdotas entre las doce y las seis de la mañana. Y ni hablar de que me tomé en serio lo que dicen de romperse la cabeza.
Soy cabulera, supersiticiosa y fabuladora. Es por esto que la decisión de usar un conjunto que siempre trae mala suerte en una noche tan importante —en términos místicos, históricos y narrativos— no tiene sentido alguno. Y sin embargo —como dice Sabina—, allí estaba: con el catsuit embrujado, unas texanas de estreno y, sin saberlo, condenando a mis amigas a una noche —perdón por el lenguaje soez— de mierda.
No voy a entrar en detalles porque esto no es “Moda, Champagne & las desgracias de Pola” pero sí considero importante remarcar que mi comportamiento esa noche fue tan inesperado, tan fuera de mí, que cuando llegué a casa, a eso de las cinco, me saqué la ropa en la cocina y la tiré a la basura.
Es gracioso, ¿no?
Yo, Pola, Revista Pola, Po, Popi, Pau, Paula, que dedico horas de mi día a comprender —en toda su complejidad— y a fomentar —dentro de lo posible— el consumo consciente, descartando una prenda con una frialdad brutal, como si me quemara las manos rozarla por accidente en el placard y me perforara el oído el eco de su presencia en la casa. No le puse cabeza, cuerpo, ni corazón: no podía verla más. Y la tiré.
No aceptaría frente a todos ustedes, que me conocen dentro de ese halo de virtuosismo del que uno envuelve sus facetas más públicas, que hice exactamente lo que condeno si supiera por qué pasó. Les pediría disculpas de ser necesario, buscaría excusarme, les mentiría, lo ocultaría, mantendría ese secreto debajo del colchón. Lo escribo y lo publico porque no entiendo. Y yo quiero entender.
Dos días antes del acontecimiento, Patagonia me invitó a celebrar el Anti Black Friday en su boutique. En lugar de brindar descuentos, promociones, o buscar vender lo que sea, la marca dispuso un par de mesas de trabajo para que la gente se acercase a reparar o a personalizar prendas —de cualquier marca— bajo la consigna “Si está roto, ¡reparalo!”.
Entre las ya reparadas, o las por reparar, no recuerdo bien, encontré el chaleco de los parches. Un amuleto, pensé. Algo que vale la pena reparar y reparar y reparar y
A esta altura del partido, mi certeza es que no hay un absoluto, un todo, una verdad ni una respuesta que encaje con mis cosas por guardar. Puede que no todo tenga arreglo: ¿cómo le quito el embrujo a una prenda que nadie embrujó? ¿dónde encuentro el libro de instrucciones de mi imaginación? Tal vez el acontecimiento no fue más —¿más?— que un hecho simbólico, un ritual, una despedida, pero ¿de quién? ¿de mí?
Gracias por leerme. Estoy siempre en Instagram, Twitter y en pola@revistapola.com.